A todos aquellos no familiarizados con las técnicas
agrícolas huertanas, les diré que un caballón es esa especie de montículo o
colmo de tierra tan largo como la extensión de la parcela lo permita, que se suele hacer en las huertas, campos y
similares con el fin de plantar sobre los mismos verduras y
hortalizas. Nuestra Real Academia de la Lengua en su Diccionario, así lo confirma:
“Lomo que se levanta con la azada para formar y dividir las
eras de las huertas y para plantar las hortalizas o aporcarlas”
La especial orografía que se confiere al terreno que así se
ordena, hace que la persona que quiere desplazarse por el mismo adapte su forma
de caminar a estos y por tanto su forma de andar se torne cómica, asemejándose más a la de una cigüeña o cualquier otro
animal que se mueva a grandes zancadas. Como consecuencia de esto, de toda la
vida del Señor, mi abuela y sus coetáneos decían “que parece que va pisando caballones” de aquellas personas que caminaban de forma semejante, triste comparación ésta predicada de cualquier persona, dicho sea de
paso.
En otro tiempo, si hubiésemos afirmado esto de cualquiera
de nuestros convecinos, lo más probable es que el pobre diablo (o diablesa)
estuviera aquejado de cualquier enfermedad que afectase a su aparato locomotor
ya que no eran tiempos aquellos en los que las personas sacrificasen su
equilibrio, estabilidad o vida y hacienda por seguir tendencias. Pero no hoy, que
corren tiempos extraños en los que la línea divisoria entre lo normal y lo
anormal, entre lo lógico y lo ilógico no solo ha sido conscientemente
eliminada sino que, es más, aquellos términos han sido sustituidos por
otros de más holgura como modernidad o aquel de infinita crueldad llamado,
moda.
Situación. Murcia, en estos días de tormentas furibundas e
imprevistas. Me hallaba yo tan ricamente sentado en el interior de mi coche
esperando a que el semáforo cambiase a verde y sobre todo a que el pobre
infeliz de delante consiguiese arrancar el suyo entre los bocinazos y menciones de lo más variopinto del resto de
usuarios de la vía pública a su señora madre y ancestros. Ha dejado de llover
pero el suelo esta harto resbaladizo. En la acera hay una joven. Falda mini, bolso a modo exposición oseafijate colgando entre
brazo y antebrazo, zapatos que solo pueden calificarse de ergonomía
imposible y que mi abuela (la de los caballones) hubiese calificado de “coja” y
que paradita le confieren una figura digna de ser admirada, pero que con toda
certeza una vez iniciado el caminar le harán parecer la zancuda antes referida;
y por supuesto móvil. Grande, indecente
casi tanto como su falda. Chatea con el
dedito mientras sonríe, a priori absorta, inconsciente. Pero no, no es así. Lo
sabe, sabe que la miran y le gusta, es más, quiere que todo el mundo sepa que
su móvil, sus zapatos, su falda y su vida de maniquí están ahí. Rutilantes,
imponentes en un mundo en el que acomoda a la perfección que la gente no tenga
nada interesante que decir, pero si que mostrar.
El semáforo de los peatones ha cambiado a verde, pero ella lo
advierte unos segundos más tarde puesto
que el oficio de mostrarse requiere dedicación a tiempo completo, así que ha
iniciado la marcha con algo de retraso. Comienza a cruzar sin percatarse de
que los andares de garza (no por lo
esbelto, conviene aclarar) que le imprimen sus herraduras se han vuelto imprecisos, torpes y en
definitiva, ridículos. De repente
¡horror! a mitad de camino su semáforo cambia. ¡Dios mío! ¡el móvil, mi
bolso, mi falda! ¿Cómo coordinar todo este
atrezzo con la facultad locomotriz? Y pasa lo que tiene que pasar o como
dicen algunos, se veía de venir. Con esa extraña combinación entre lo cómico y
lo patético la pobre criatura va dando traspiés hasta que este traidor pavimento
mojado le hace dar con su triste figura por los suelos. Es curioso como las
nalgas de una señora dejan de ser atractivas cuando se muestran impúdicamente
después de un “hostión” de semejante envergadura. La escena ahora ha tomado un
tinte triste ya que ella se esfuerza por
intentar levantarse y a la vez recoger todo su escenario ahora caído ayudada por una señora que llevada por la
compasión se afana en taparle con su
bolso las vergüenzas.
Quizás alguno de ustedes piense que para pegarse un morrón
no hace falta ser ni más ni menos guapo
o tener mejor o peor móvil, simplemente hace falta una cordonera suelta,
una cáscara de plátano o un suelo mojado y que por tanto todo lo anterior es,
como poco, cruel. Y no les falta razón…..en
parte.
Deambulamos por la vida sin percatarnos de lo que realmente
importa. Enfrascados en una lucha
interior y extramuros por imitar, por seguir, por parecer por aparentar. Tan
distraídos por concentrarnos (sublime contradicción) en lo superfluo de esta o
aquella tendencia que poco o nada nos importa parecer espantajos con tal de
causar el asombro ajeno. Y de repente ¡zas! Un suelo mojado, un bache, una
enfermedad o una crisis que nos da ese hostión de realidad y que nos hace ver
que ese coche, ese móvil y ese piso no se pagan solos, y se nos cae el mundo
encima y nos quedamos con las partes pudendas al aire y ya no hay señora que
nos tape y , claro está , nada que recoger, porque todo es tan fútil como el
dinero inventado con el que quisimos auparnos a altares que otros construyeron y no precisamente para nosotros.
Por lo menos el paisano que iba pisando caballones por su
huerto, al tropezar solo tenía que levantarse de nuevo, quitarse un poco de
polvo, recargase en todos los coros celestiales y seguir adelante. Igual,
exactamente igual que antes de caer.
Y nosotros, patéticos y absurdos, pisando caballones de
ciudad.