viernes, 30 de agosto de 2013

"Pisando caballones" por E.Sandoval


A todos aquellos no familiarizados con las técnicas agrícolas huertanas, les diré que un caballón es esa especie de montículo o colmo de tierra tan largo como la extensión de la parcela lo permita,  que se suele hacer en las huertas, campos y similares con el fin de plantar sobre los mismos  verduras y  hortalizas. Nuestra Real Academia de la Lengua  en su Diccionario, así lo confirma:
“Lomo que se levanta con la azada para formar y dividir las eras de las huertas y para plantar las hortalizas o aporcarlas”
 
La especial orografía que se confiere al terreno que así se ordena, hace que la persona que quiere desplazarse por el mismo adapte su forma de caminar a estos y por tanto su forma de andar se torne cómica, asemejándose  más a la de una cigüeña o cualquier otro animal que se mueva a grandes zancadas. Como consecuencia de esto, de toda la vida del Señor, mi abuela y sus coetáneos decían “que parece que va pisando caballones”  de aquellas personas que caminaban de forma semejante,  triste comparación ésta  predicada de cualquier persona, dicho sea de paso.
 
En otro tiempo, si hubiésemos afirmado esto de cualquiera de nuestros convecinos, lo más probable es que el pobre diablo (o diablesa) estuviera aquejado de cualquier enfermedad que afectase a su aparato locomotor ya que no eran tiempos aquellos en los que las personas sacrificasen su equilibrio, estabilidad o vida y hacienda por seguir tendencias. Pero no hoy, que corren tiempos extraños en los que la línea divisoria entre lo normal y lo anormal, entre lo lógico y lo ilógico no solo ha sido conscientemente eliminada  sino que, es más,  aquellos términos han sido sustituidos por otros de más holgura como modernidad o aquel de infinita crueldad llamado, moda.

 
Situación. Murcia, en estos días de tormentas furibundas e imprevistas. Me hallaba yo tan ricamente sentado en el interior de mi coche esperando a que el semáforo cambiase a verde y sobre todo a que el pobre infeliz de delante consiguiese arrancar el suyo entre los  bocinazos  y menciones de lo más variopinto del resto de usuarios de la vía pública a su señora madre y ancestros. Ha dejado de llover pero el suelo esta harto resbaladizo. En la acera hay una joven.  Falda mini, bolso a modo exposición oseafijate  colgando entre  brazo y antebrazo, zapatos que solo pueden calificarse de ergonomía imposible y que mi abuela (la de los caballones) hubiese calificado de “coja” y que paradita le confieren una figura digna de ser admirada, pero que con toda certeza una vez iniciado el caminar le harán parecer la zancuda antes referida;  y por supuesto móvil. Grande, indecente casi tanto como su falda.  Chatea con el dedito mientras sonríe, a priori absorta, inconsciente. Pero no, no es así. Lo sabe, sabe que la miran y le gusta, es más, quiere que todo el mundo sepa que su móvil, sus zapatos, su falda y su vida de maniquí están ahí. Rutilantes, imponentes en un mundo en el que acomoda a la perfección que la gente no tenga nada interesante que decir, pero si que mostrar.

El semáforo de los peatones ha cambiado a verde, pero ella lo advierte  unos segundos más tarde puesto que el oficio de mostrarse requiere dedicación a tiempo completo, así que ha iniciado la marcha con algo de retraso. Comienza a cruzar sin percatarse de que  los andares de garza (no por lo esbelto, conviene aclarar) que le imprimen sus herraduras  se han vuelto imprecisos, torpes y en definitiva, ridículos. De repente  ¡horror! a mitad de camino su semáforo cambia. ¡Dios mío! ¡el móvil, mi bolso, mi falda! ¿Cómo coordinar todo este atrezzo con la facultad locomotriz? Y pasa lo que tiene que pasar o como dicen algunos, se veía de venir.  Con esa extraña combinación entre lo cómico y lo patético la pobre criatura va dando traspiés hasta que este traidor pavimento mojado le hace dar con su triste figura por los suelos. Es curioso como las nalgas de una señora dejan de ser atractivas cuando se muestran impúdicamente después de un “hostión” de semejante envergadura. La escena ahora ha tomado un tinte  triste ya que ella se esfuerza por intentar levantarse y a la vez recoger todo su escenario ahora caído  ayudada por una señora que llevada por la compasión se afana en  taparle con su bolso las vergüenzas.

Quizás alguno de ustedes piense que para pegarse un morrón no hace falta ser ni más ni menos guapo  o tener mejor o peor móvil, simplemente hace falta una cordonera suelta, una cáscara de plátano o un suelo mojado y que por tanto todo lo anterior es, como poco, cruel.  Y no les falta razón…..en parte.

Deambulamos por la vida sin percatarnos de lo que realmente importa. Enfrascados en una  lucha interior y extramuros por imitar, por seguir, por parecer por aparentar. Tan distraídos por concentrarnos (sublime contradicción) en lo superfluo de esta o aquella tendencia que poco o nada nos importa parecer espantajos con tal de causar el asombro ajeno. Y de repente ¡zas! Un suelo mojado, un bache, una enfermedad o una crisis que nos da ese hostión de realidad y que nos hace ver que ese coche, ese móvil y ese piso no se pagan solos, y se nos cae el mundo encima y nos quedamos con las partes pudendas al aire y ya no hay señora que nos tape y , claro está , nada que recoger, porque todo es tan fútil como el dinero inventado con el que quisimos auparnos a altares que otros construyeron  y no precisamente para nosotros.

Por lo menos el paisano que iba pisando caballones por su huerto, al tropezar solo tenía que levantarse de nuevo, quitarse un poco de polvo, recargase en todos los coros celestiales y seguir adelante. Igual, exactamente igual que antes de caer.

Y nosotros, patéticos y absurdos, pisando caballones de ciudad.
 
Peces de ciudad by Joaquín Sabina on Grooveshark

miércoles, 28 de agosto de 2013

Alicia y su país para empezar



Me limitaré a mirar hacia arriba y a decir:
 
"¿Quién soy ahora, veamos? Decidme esto primero, y después, si me gusta esa persona, volveré a subir. Si no me gusta, me quedaré aquí abajo hasta que sea alguien distinto..." Pero, Dios mío -exclamó Alicia, hecha un mar de lágrimas- ¡cómo me gustaría que asomaran de veras sus cabezas por el pozo!¡ estoy tan cansada de estar sola aquí abajo!
                                                            
 Lewis Carroll





¿Cuántas miradas determinan aquello en lo que anhelamos convertirnos?¿cuántas rehuimos por haber reconocido aquella parte de nosotros que desearíamos desechar?¿y cual de las que se asoman por el pozo, es la que finalmente nos impulsa a salir?