Uno de mis grandes dilemas con frecuencia en
aquellos veranos, solía ser cómo invertir las cincuenta pesetas
que me daban de paga los fines de semana.
Con la moneda en la mano iba a la
única tienda de ultramarinos que había en nuestra urbanización y tenía que
decidirme entre un “Drácula” de 35
pesetas o bien un “Twister” de 40
pesetas. Ambas opciones, me dejaban cierto margen de maniobrabilidad porque
me permitían continuar estirando el presupuesto con alguna chuchería más(gusanitos,
sugus, pipas, nubes, algún chupachups kojak, regaliz, etc…). Llegar a un “calipo” o a un “negrito” era algo
que solo podía conseguir si mi padre me acompañaba a la tienda y desde luego se
consideraba algo excepcional, por lo que debía mostrarme agradecida y
prometer -y cumplir- que me comería toda la merienda(a esa edad era
prácticamente inapetente).
Después de obtenido el premio, el
disfrute era breve porque era tanta la urgencia por empezar a jugar con
mis amigos que lo comía a toda prisa sin poder saborear aquellos colorantes y en más de una ocasión lo perdí a las pocas chupadas por intentar mantenerlo en la
mano mientras saltaba al elástico o corría jugando al escondite o al matao, el pañuelo, la rayuela…
Qué veranos aquellos tan eternos y qué niña tan feliz fui.
Qué veranos aquellos tan eternos y qué niña tan feliz fui.
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