martes, 16 de julio de 2019

De aquella quinta



Uno de mis grandes dilemas con frecuencia en aquellos veranos, solía ser cómo invertir las cincuenta pesetas que me daban de paga los fines de semana.
Con la moneda en la mano iba a la única tienda de ultramarinos  que había en nuestra urbanización y tenía que decidirme entre un “Drácula” de 35 pesetas o bien  un “Twister” de 40 pesetas. Ambas opciones, me dejaban cierto margen de maniobrabilidad porque me permitían continuar estirando el presupuesto con alguna chuchería más(gusanitos, sugus, pipas, nubes, algún chupachups kojak, regaliz, etc…).  Llegar a un “calipo” o a un “negrito” era algo que solo podía conseguir si mi padre me acompañaba a la tienda y desde luego se consideraba algo excepcional, por lo que debía mostrarme agradecida y prometer -y cumplir- que me comería toda la merienda(a esa edad era prácticamente inapetente).
Después de obtenido el premio, el disfrute era breve porque era tanta la urgencia por empezar a jugar con mis amigos que lo comía a toda prisa sin poder saborear aquellos colorantes y en más de una  ocasión lo perdí a las pocas chupadas por intentar mantenerlo en la mano mientras saltaba al elástico o corría jugando al escondite o al matao,  el pañuelo, la rayuela…
Qué veranos aquellos tan eternos y qué niña tan feliz fui.

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