“….Ni
siquiera estábamos el uno frente al otro, era sólo una conversación telefónica.
Supongo que para él es tan fácil como dejar de jugar a una cosa y comenzar con
otra distinta, total, el mundo, todo, está a sus
pies.
Un no,
de esos que se clavan donde mas duele. Elijan ustedes. Que te seca la boca y
te hace sentir por un momento, una auténtica
mierda.
Para él
no es importante, de hecho, incluso pensará que debo ser un completo imbécil por
creer que podríamos compartir uno de esos momentos que, por desgracia, solo
están en la mente de los padres, jamás en la de lo
hijos.
Pero
claro, en estas cosas sólo hay uno que sabe cuánto duele y lo sabe, porque ahora
le toca a uno. El otro, el pequeño agresor, tardará algo más y con toda certeza,
cuando le toque a él yo ya no estaré aquí para que pueda mirarme a la cara y
pensar, solo pensar: mira viejo, lo siento, siento haberte dicho que no aquel
día.
Sé que
jamás lo hará, como seguramente yo tampoco voy a correr a buscar al mio para
decírselo porque igual a él ya no le importa, porque igual tampoco sabría
porque le estoy pidiendo perdón o de qué narices le hablo.
A él,
al mío, todas esas cosas ya le habrán cicatrizado y a mí, al pequeño cabrón de
entonces y al hombre de ahora, le gustaría pensar que no hay porque pedir
perdón, y ¿saben una cosa?, mejor así; el ser humano tiene la fea costumbre de
aplicarse bálsamos de conciencia sólo entonando un “lo siento”. Punto. Todo
olvidado.
Y no,
no debe ser así. Me tiene que doler como le dolió a él. Tanto como a mi hijo le
duelen mis “nos” continuos, constantes, más acertados pero por supuesto menos
certeros si de tirar a dar al corazón se trata.
Probablemente todo esto sea una
tontería pero hoy, mi hijo, me ha dicho que no quería venir a comer conmigo y ya
ven, me ha partido la alegría en dos.
Sí,
eso…qué tontería”
E.Sandoval