Fuimos compañeros de viaje durante más de una temporada, a veces en días diecisiete, pero no necesariamente.
Usábamos la fórmula de cuando eramos niños: jabón, agua y un soplador.... y zas! comenzábamos a elevarnos en apenas unos minutos. Era así como compartíamos espacio, atmósfera, vistas aéreas, silencios...y calor. Qué confortables eran aquellas burbujas, esas que nos alejaban de lo cotidiano y nos permitían crear nuestro propio universo.
Pero duraban muy poco aquellos vuelos; el tiempo de ascender (lleno de euforia al vernos tomar distancia), y el de descender (cargado de pereza por tener que volver a pisar tierra firme una vez que nuestra pompa se precipitara contra el suelo).
Se nos daba bien lo de elevarnos, pero nunca terminamos de aprender a aterrizar.
Con el tiempo, los vuelos fueron suprimidos porque el coste no era rentable, y volvimos cada uno de manera independiente a usar líneas regulares, esas que nos llevan a destinos concretos con un coste cierto y en un tiempo preestablecido, las totalmente previsibles.
Se nos daba bien lo de elevarnos, pero nunca terminamos de aprender a aterrizar.
Con el tiempo, los vuelos fueron suprimidos porque el coste no era rentable, y volvimos cada uno de manera independiente a usar líneas regulares, esas que nos llevan a destinos concretos con un coste cierto y en un tiempo preestablecido, las totalmente previsibles.
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